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PATXI SANZ


Al principio, hacía algunos pinitos con algunos compañeros del Club. Mi amigo Joxemi Garziandia junto a Mikel Garoña y Txema Arenzana siempre estaban fraguando excursiones. Eran travesías en las que algún familiar o amigo nos llevaba al punto de partida para recogernos al final del trayecto, y en el peor de los casos, el «topo» a Donosti... allí cogemos el autobús a... nos bajamos en el puerto... hacemos el recorrido... cogemos el autobús que viene de Pamplona en... y a casa. Pero antes de volver, siempre se entraba en algún bar, y al abrigo, se picaba de lo de todos, se comentaban las anécdotas del día y se hacían nuevos planes. Ciertamente, fue una época maravillosa para mí, que, hasta entonces solamente había conocido el mundo del atletismo, de las carreras, algo muy distinto en filosofía a éste de la montaña, al que sólo me había acercado con mi mujer y mis hijos en paseos a Jaizkibel, Urdaburu...

Después fue Josetxo Segura quien me ayudó a engancharme a las grandes travesías por etapas. Como a mí siempre se me pasan las fechas, él me apunta y me avisa por teléfono. ¡Y no falla nunca! Yo flipo. Y así he hecho la «Vuelta a Navarra», la «Vuelta al Baztán» y ahora la travesía de Oeste a Este por el Sur de Euskal Herria. No había visto nunca tanto monte seguido en mi vida, ni en películas. Yo voy contento y disfruto como un enano, llegando a la conclusión de que la montaña es una gozada, como decía el otro día Tibur, de grandes dimensiones. Y animo a todos a unirse a nosotros, pues el triunfo de una idea la hacen los organizadores junto a los participantes, del mismo modo que un vendedor no es nada sin compradores. ¡Ah!, y se puede decir que nuestras salidas son internacionales, pues tenemos a Lars, un alemán asiduo, y en cierta ocasión a un norteamericano que quería conocer Euskadi... y que no volvió.

Lagunak gogoan

Esos amaneceres que antes no veía por no madrugar... La sierra de Urbasa, San Donato y todo el cresterío alumbrado por los primeros rayos que les confieren brillo, luces y sombras es algo que mis ojos tratan de llevar raudo al cerebro de este romántico empedernido que soy yo. Yendo de Oeste a Este por el Sur de Euskal Herria hemos visto pasar las cuatro estaciones del año: hemos visto campos marrones, verdes y dorados; árboles frondosos, con flores y brotes, medio calvos y totalmente desnudos. Los que se han mantenido más constantes han sido las rocas y precipicios, siempre firmes e incombustibles... aunque tampoco, pues las grietas se llenan de formas y colores según la época. Y es que la montaña, como las personas, tiene sus encantos en cada tiempo. Cuando llueve, sea fino shirimiri o tromba de agua, cuando hace frío o calor, cuando ruge el viento o se respira calma, cuando crepita el cielo con rayos y truenos o el sol brilla en todo su esplendor... todo ello nos enseña a tomar las medidas necesarias a cada situación por el bien de nuestra supervivencia.

Me asomo al borde del barranco. El paisaje se me presenta bello, indescriptible. Lo contemplo con el asombro que produce la inmensidad. Al pié de la sierra agreste y barrancosa, repleta de grandes moles que sobresalen por su grandeza, aparece un pequeño pueblo de diminutas casas quemadas por el sol y que, con ese color ocre de mil tonalidades, mimetiza con el paisaje y forma parte indisoluble de ese cuadro general que diviso desde la altura con deleite y sobrecogimiento. Casitas de Liliput amontonadas, surcadas por caminos y senderos, rodeadas de huertas y prados de alfalfa o cereal. Entre finca y finca surgen montículos y promontorios poblados de argoma y los más variados tipos de flores que, aún sin jardinero, se muestran en todo su esplendor aportando a nuestro cuadro nuevos colores que sólo la Naturaleza sabe inventar. Y arroyos, pistas, cercados y, más allá, una larga y sinuosa cadena de lomas. Y en la lejanía, montañas perdidas entre la bruma confundiéndose con el inconcreto horizonte, promesa y esperanza de nuevas maravillas de paisajes.

Todas las excursiones las terminamos comiendo en algún bar o similar, donde cada uno saca sus cosas y se pica de lo de todos. Y si el café se remata con alguna copita, en el autobús se monta el clásico ambiente cantarín y chistoso. Maite, Mila, Josetxo, Lucas, Armando, Julián... entusiastas cantores de inagotable repertorio, a los que les hacemos el coro, malo por cierto, Kepa, yo y algún otro más. Gracias a Txema, Javi y Mikel por ese trabajo constante, bien hecho, que nos proporciona estos gratificantes momentos.

Y ¿qué hay de la nieve? Poco hemos gozado de ella. Un poco al principio en la sierra de Urbasa, y otro poco en el alto del Perdón, caminando entre supercalifragilísticos molinos que pueblan su pelada cresta, mientras nos cubría la niebla por rachas y caía una agradable nevada que cubría y adornaba el suelo con una breve capa, que enmarcaba la llanada ya vestida con galas de primavera.

Voy a terminar con una reflexión. ¿Quién se lo pasa mejor: el que, aún sin buscarlas, vence las inclemencias meteorológicas o el que permanece en casa calentito y seguro, ajeno a estos sinsabores? La mayoría contestará que este último, y nosotros más de una vez lo hemos llegado a dudar. Pero, al final, nuestra respuesta ha sido siempre la misma: lo pasamos mejor nosotros. El llegar al autobús o al templado refugio y ponernos ropa seca, sentir esa enorme satisfacción comparativa entre lo que nos ha faltado y lo que ahora tenemos (calor, comida, descanso...), revivir los buenos y malos momentos pasados... son todos ellos sentimientos indescriptibles que unen a los montañeros con lazos y vivencias compartidas difíciles de olvidar.

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